jueves, 22 de mayo de 2014

Eurídice, a la orilla del mar

       Hace muchos, muchísimos años, existió una joven llamada Eurídice.
Eurídice vivía en una aldea próxima al mar, en tierras donde los bosques raleaban y las rocas se habían convertido en una plaga. En este pequeño y humilde pueblo, ella había hecho su morada, pues aunque nadie lo adivinase, era una princesa del mar, y como tal necesitaba su cercanía. No obstante le estaba prohibido adentrarse en sus aguas, pues de ser así su cuerpo se reduciría a un mero suspiro de sal y arena. De manera que todos los días bajaba hasta la costa y contemplaba embelesada el romper de las olas; en ocasiones, el brillo del amanecer podía transformar la superficie en una especie de luz liquida tan deslumbrante que sus pies no lo resistían y amagaba uno o dos pasos en su dirección, hechizada por tal sobrecogedor espectáculo, pero el sortilegio siempre terminaba tan pronto como llegaba a la orilla y recordaba su ineludible destino. Esto la entristecía, la enloquecía, la enfurecía en grado sumo: vanos eran todos estos sentimientos, claro, y era consciente de despedir un ápice de cordura con cada puesta de sol. Así estaban las cosas cuando una tarde como cualquier otra llegó cierto forastero. Este decía ser un curandero famoso por sus talentos, médico-brujo de profesión, y presumía sus muchos y variopintos títulos como los vestidos nuevos de una mujer. De modo que esa misma tarde lo fue a visitar a la posada, con la esperanza de que la pudiera liberar de su maldición.
       Su primera impresión fue de que el curandero era un farsante. ¿Donde estaban los frascos de alquimia, los escritos arcanos de erudita sabiduría, los báculos fabricados con madera de palorosa? En cambio, la habitación estaba atiborrada de instrumentos ciya naturaleza le era desconocida, libros de monótona imprenta y, por raro que parezca, varios inciensos de diferentes aromas: único aunque vago indicio de chamanería alguna. El curandero mismo nada tenía de curandero: su vestimenta oscura, sencilla y lisa contrastaba con sus pálidos rasgos, los cuales luego de unos segundos se volvian dificiles de recordar, como si alguna magia secreta actuara sobre ellos. Aun así, Euridice consulto sus virtudes, que eran muchas y de distinta índole. El medico-brujo le mostró entonces un par de frascos que guardaba en su armario personal. Según él, bastaba una gota de uno para enfermar a un hombre a tal punto que vomitara las entrañas, y tres gotas de otro para restaurar su salud y hasta prolongarle la vida otros diez años.
-Este de aqui -dijo el curandero en un ademan teatral- es capaz de otorgar inteligencia ilimitada y la habilidad de cantar melodiosamente; no obstante vuelve catatónica a la persona en cuestión de minutos. No lo he perfeccionado -añadió con una sonrisa.
-Que... interesante- titubeo la doncella, enarcando las cejas. Sin embargo, me apersonan aqui cuestiones relacionadas con otro tipo de magia. ¿Sabe usted algo de maldiciones?
-¿Que si s...? ¡Por supuesto que se "algo" de maldiciones!- farfullo. ¿Por quien me tomas? Pero necesitare mas detalles. Como usted sabra, señorita -ahogó una risita- estamos en un terreno muy pedregoso.
Euridice no sabía que decir. Estaba dividida entre revelar su verdadera naturaleza (lo cual tambien le estaba prohibido) y liberar las ataduras que la mantenían en este mundo. Además, el individuo que tenía enfrente no le inspiraba ninguna confianza, en absoluto: una extraña intuición practicamente le gritaba que saliera corriendo de allí y no mirara atrás. ¿Podría en verdad este individuo ponerle fin a su tormento diario, que amenazaba con arrancarle de cuajo los ultimos vestigios de razón que todavía resistían en ella? Permaneció unos segundos indecisa; el silencio en el aire parecio congelarlo unos momentos. Los ojos del curandero brillaban.
-Soy una criatura del mar -confeso finalmente. Provengo de un reino oculto en las aguas profundas, donde he vivido junto al trono de mi padre desde que tengo memoria. Pero he sido desterrada de mi hogar y privada de mi titulo por haberme enamorado -resoplo con disgusto- de un pérfido humano. Asi que me han condenado a vagar por tierra, con los de su estirpe, sin tener nunca la oportunidad de volver a ver siquiera un retazo de mi patria.
-¿Y tu... humano? - pregunto el brujo con una media sonrisa.
- Se ha ido -replicó. Nunca me amo.
-Bien, bien, bien, ¡una amante frustrada! ¿Quien lo hubiese imaginado? - solto una horrenda carcajada. Y tu quieres que te libre de este horrible, horrrrrrible destino, ¿me equivoco jovencita?
-En absoluto señor -respondio ella con brío. ¿Puede ayudarme?
En ese momento, el aire se enfrío, las sombras parecieron alargarse, y la expresión risueña del hechicero se acentúo aún más. Euridice se asustó.
-Eso, querida... depende de ti -dijo dulcemente.
-Hare lo que sea -susurro la princesa.
-Entonces... entonces puedo dar solucion a tu problema. En realidad es muy simple: tu dices ser una criatura del mar, sentenciada a vivir entre humanos ¿verdad? Por lo que para romper tu maldición, primero debes volverte humana.
-¿Y como hago eso? 
-Bueno, existe cierto ritual que permite volverse humano por cierto margen de tiempo. Solo puede realizarse en una noche muy especial, y sólo por esa noche -contestó, caminando de un lado a otro de la habitación. Y estás de suerte muchacha, porque tal noche ocurrirá dentro de catorce lunas. No obstante, hay un precio -añadió, y sus ojos centellearon de nuevo, malévolos.
-¿Y c-cual es ese p-precio? - tartamudeo Euridice.
- Sangre - respondio el Brujo con una sonrisa feroz.
       Horas mas tarde, la joven femina reflexionaba en su humilde alcoba. Pensaba acerca de la solucion que le habian ofrecido, en los requerimientos que esta exigía. Despues de todo, ¿que era un poco de sangre? Desde luego ella no lo iba a notar lo mas minimo. Y extrañaba tanto su hogar... Recordaba que, en su tierna infancia, su padre la llevaba a pasear por la superficie, acercandose a la costa; fue entonces cuando atisbó a ver el mundo humano por primera vez. El aire, intangible y a la vez, omnipresente, el sol, calido y luminoso; el cielo, un oceano distante. Y -oh!- los humanos, esos extraños y bellos seres que caminaban por tierra con sus extremidades de terminaciones planas. Desde entonces habia llevado el deseo del mundo humano en el corazon, y fue ese deseo el que la llevo a enamorarse de ese sucio, rastrero, vil y hermoso marino que la había abandonado por otro barco y otras mujeres tan pronto como se canso de ella. ¿Y ella? Ahí estaba ella: sola, abandonada en un mundo al cual no pertenecía y exiliada por aquel en el que había nacido, todo por un amorío que apenas duró unas cuantas semanas. ¡Qué ingenua había sido! 
-Pero no por mucho más -susurró, y la noche se tragó sus palabras.
       Esas ultimas semanas transcurrieron con absoluta tranquilidad. Euridice habia tomado una decision y estaba en paz por ello. Por lo que hizo lo que hacia normalmente: realizo sus quehaceres diarios, lavo sus vestidos, de vez en cuando horneaba algun pastel de carne y visitaba a sus vecinos. A estos ultimos les llevaba siempre algun regalo y era especialmente considerada: habrian de despedirse pronto. Esto fue recibido sin demasiada sorpresa, pero con agrado y regocijo; aunque Euridice no lo notara (no tenia la minima sospecha) era muy preciada por los habitantes del pueblo. ¿Y porque no habria de serlo? Ella siempre se comportaba con amabilidad y dulzura, a pesar de su pesar interno. Ella era muy amada. Tal era su encanto. 
       Asi los días pasaron, hasta que llego la vispera de la noche señalada. Euridice estaba ansiosa. Sabía exactamente lo que debía hacer (el brujo le habia dejado una carta con instrucciones precisas de cómo realizar el ritual, junto con otras cosas, el día antes de su partida) había practicado en su mente, repasado una y otra vez lo que debía hacer, pero aún así, y precisamente por eso, estaba ansiosa. El ritual le llevaría casi toda la noche, tal vez menos, si era sigilosa. Solo tenía hasta el amanecer, por lo que tenía que ser rápida y eficiente. No habia margen para errores. Repaso de nuevo cada paso que debía dar mientras una luna del color de la sangre se alzaba ominosa en el cielo nublado y oscuro.
       El pueblo dormia en una insospechada paz. Casi se podia escuchar la respiracion sincronizada de sus habitantes en la noche calma y teñida de un resplandor escarlata. Euridice se dirigio a la casa de su vecino mas proximo -un anciano viudo y pobre que vivia solo hace muchos años- dando pasos amortiguados y silenciosos; parecia una sombra dentro de otra sombra. Con calculada parsimonia, abrio la puerta de madera que habia aceitado el dia anterior como favor al viejo quien, muy agradecido, se habia deshecho en alabanzas debido al molesto chillido que hacia al abrirse. La habitacion (que valia por dormitorio, cocina y baño a la vez) se hallaba en penumbras, iluminada brevemente por la brillante luna sangrienta. El anciano dormia en paz en su cucheta de madera y paja. Euridice dudó un momento, solo un momento y solo un instante. Luego, ya resuelta, en dos pasos alcanzo la cama del viejo y con glacial determinacion le cortó la garganta de lado a lado. El viejo abrio repentinamente los ojos y empezo a vomitar sangre en medio de estremecidas convulsiones. La princesa no perdio tiempo e inmediatamente recogio la sangre en una antigua vasija de piedra que traia consigo. La sangre manaba profusamente, como un rio carmesi que encontrara su final en un vacio de roca gris y olvidada. Euridice rapidamente abandono el lecho del viejo, quien ya yacia quieto y frio con una expresion de horror y espanto en su arrugado rostro.
       La casa de al lado -un feliz matrimonio de muchos años, que no podia concebir hijos- seria un poco mas dificil. Claro que eso no importaba, pues ella estaba preparada. Apretandose el puño y fingiendo un gesto de dolor, golpeo la puerta tres veces rapido y una lenta, el codigo utilizado por los vecinos para una urgencia. Pasaron unos cuantos minutos. Se mordio el labio. La noche estaba calma y en reposo, indiferente al crimen. Extiendió la mano para repetir el llamado, cuando la puerta se abrio de par en par.
-Señora Deveriè, ¡qué bueno que aun este despierta! –susurro Eurídice atropelladamente. Me corte la mano preparando un pastel de carne, y me duele mucho. Trate de vendarme sola, pero ya ve que solo logre ensuciarme más... 
-¡Oh querida mía, pasa, pasa! –chilló horrorizada la mujer. Muchacha tonta, ¿cómo pudiste ser tan descuidada ? ¡Ahora mismo traeré agua y vendas! 
Y mientras decía esto, la hizo pasar y se fue medio corriendo hacia el armario más próximo.
 -¿Adelia, que es este escándalo? - se acercó su esposo medio soñoliento.
 - Hola, señor Deveriè -saludo tímidamente la muchacha, muy avergonzada. 
- Oh, Claude, no es nada, esta pobre chiquilla se cortó la mano cocinando - explicó distraída la esposa mientras seguía buscando en la alacena. Se bueno y tráeme algo de agua, ¿quieres?
- Claro, claro, cielo - dijo Claude un poco confundido. Regresaré en un siantamén - añadió con una sonrisa a la muchacha. 
- Disculpe -susurro la chica, muy apenada.
- No es nada dulzura, no es nada - replico mientras iba a la cocina. -¡Ah! Sabía que estaban aquí -exclamo Adelia, triunfante. - Las tenía guardadas para una emergencia como est..
Al tiempo que la esposa se volvia, Euridice, rapida como una serpiente, saco el cuchillo ceremonial que llevaba escondido en uno de los pliegues de su vestido y se lo clavo directo en la garganta.
-Arrrgghh! Arrrrhh! -intentaba gritar Adelia en un ronco susurro- Arrrrgharrrgh!
La mujer se llevo las manos al cuello, tratando de detener la hemorragia al tiempo que una increible cantidad de sangre brotaba de entre sus dedos.
- Arrrrrghh! 
- ¿Que sucede? -llego un grito desde la cocina.
-Oh señor, es que me duele mucho - exclamo Euridice en un sollozo perfectamente simulado.
En la cocina, mientras el señor Claude llenaba la palangana, pensaba acerca de la muchacha. Era sin duda la niña más dulce que había conocido. ¡Pensar que vivía sola en esa casucha de piedra, sin más compañía que el polvo y las ratas! Hace tiempo que le daba vueltas a la idea de proponerle que se fuera a vivir con ellos. Despues de todo, no era más que una criatura, y aunque todos en el pueblo velaban por su bienestar, no era apropiado que viviera sola y en tan pobres condiciones. Sería como la hija que siempre habían querido tener... Contento con esta perspectiva, el señor Claude se dirigió al comedor con la palangana llena de agua. Difícilmente se hubiese imaginado la escena con la que se encontró a continuación: parecía como si, en el trayecto de la cocina al comedor, hubiese traspasado una frontera divisoria entre la realidad y la locura. Dejo caer la palangana estrepitosamente. 
         Su amada Adelia yacía muerta en el suelo. Había sangre por todos lados. La expresión que se leía en su rostro, una expresión de confuso y abyecto terror, era más de lo que podía soportar su cordura. Abrió muy grandes los ojos; sus ojos, de un azul intenso, se esforzaban por interpretar la irrealidad de la escena que estaba observando. ¡Tenía que ser una pesadilla, una despiadada pesadilla! Y mientras estaba en ese trance, Eurídice se le acerco por detrás y le rebano el cuello de un solo tajo. 
- ¿Qrrgghg…? - farfullo el esposo mientras caía de rodillas.
 - Lo lamento señor Claude -se disculpó mientras se colocaba enfrente suyo. No voy a necesitar esas vendas después de todo. 
        Mientras la vida de Claude Deveriè abandonaba su cuerpo en un torbellino de dolor y confusión, Eurídice se arrodillo junto a él y empezó a recoger su sangre en la vasija. Fue bastante simple después de todo. Después de los Deveriè, tan solo quedó el cura del pueblo, quien se hallaba borracho como una cuba cuando lo visitó, dos parejas jóvenes, y una madre y su hija. Pan comido. El cuchillo se deslizo por sus gargantas como la caricia de una madre. Tuvo una leve complicación con la hija -el ritual estipulaba que solo la sangre y carne de humanos incastos podían ser utilizados en el mismo- por lo que solo la ato de pies y manos y la dejo chillando en el piso de la sala. La madre no tuvo tanta suerte. Luego de recolectar toda la sangre de sus vecinos en la vasija, comenzaba la parte realmente complicada del asunto. Arrastro uno por uno los cadáveres y apiló en el centro del pueblo. La luna brillaba roja en su cenit. Luego, con el cuchillo de carnicero con el que hacia sus pasteles, corto cada extremidad de los cuerpos, hasta que solo quedaron brazos, piernas, torsos y cabezas. Amontonó estos en cuatro cúmulos formando un cuadrado perfecto, y luego trazo un circulo alrededor con enrevesadas runas por dentro y por fuera. Fatigada por tal laborioso trabajo, se echó un momento en el suelo para descansar. El cielo estaba coloreado de un violeta profundo.
 - Me recuerda al fondo del océano -mascullo con nostalgia. 
Las extremidades formaban cuatro piras sobre el círculo. La doncella esparcio cuidadosamente un poco de aceite sobre ellas, y por sobre el perimetro del amplio circulo arcano. Colocandose en el medio, arrojo un fosforo encendido, y en un rapido y creciente crepitar el circulo se prendio en llamas. Mientras Euridice alzaba la vasija llena de la sangre sus vecinos a la luna escarlata, su mente se vacio de pensamiento. Lentamente fue girando la vasija hasta que la sangre se derramo sobre ella, roja y espesa, hasta cubrir sus suaves labios, su rostro de porcelana, su cuerpo desnudo de muñeca. Bebió de la sangre hasta que en la vasija solo quedaron rastros coagulados de lo que alguna vez corrio por las venas de sus vecinos, mientras el humo de los cadaveres ascendía y cubria todo su cuerpo en una nube negra y nauseabunda. En sus oídos resonaba el chillido distante de la niña maniatada que gritaba en alguna de las casas próximas. Bebió hasta la última gota, y sintió un ligero estrecimiento que le recorrió toda la espina dorsal. Sin motivo alguno, de repente soltó un aullido a la luna, un aullido feroz, implacable.
A lo lejos, una sombra alta y encapuchada observaba la escena con unos ojos que centelleaban, irónicos y despiadados. Al escuchar el grito de la doncella, se dio la vuelta al tiempo que se lo tragaba la oscuridad.
- El ritual esta completo.
         Eurídice echo a correr. Tenia poco tiempo, muy poco. Si había echo todo lo que el curandero le había encomendado en la carta (y estaba bastante segura de no haber pasado nada de largo) podría sumergirse en el mar como humana, sin convertirse en un suspiro de sal y arena. Pero debía apresurarse, pues el cielo estaba tiñendose de un añil cada vez mas claro. El amanecer estaba cerca, y con este el fin del hechizo. Como una exhalacion bajo por la escalera excavada en la piedra que conducia a la costa, y se detuvo. El día se hacía más presente con cada segundo. Contempló el mar con amor, odio y tristeza a la vez. Contempló las aguas oscuras y quietas, que la llamaban con su canto de sirena. Y sin más preámbulos, se lanzó como una jabalina hacia el mar. De repente sus pies chapoteaban en la arena, y cada paso trajo una felicidad inigualable. Siguio avanzando con un poco mas dificultad, y el agua le llego hasta la cintura. Soltando un grito de incredulidad, siguió avanzando hasta que el agua le llego hasta el cuello, y se sumergió. 
Su realidad se convirtió en un lienzo azul. Todo era cuanto recordaba, el frío helado que la recibía ahora como un viejo amigo, la humedad que parecía ahora nunca haberla abandonado. Por fin había vuelto a casa. Sentía la seguridad del mar envolviéndola en un abrazo gélido y atroz, ¡oh, qué sensación tan dulce! Abrió la boca para soltar un suspiro cargado de satisfacción, y de repente sus pulmones se llenaron de agua. Involuntariamente, trató de toser, pero solo consiguió inundar más aún sus cavidades con agua y sal. ¿Qué estaba sucediendo? No podía respirar. ¡Se estaba ahogando! Fue entonces cuando, en un relámpago de repentina comprensión, se percató de algo primordial e ineludible: seguía siendo humana. Todo había sido inútil. Algo tenía que haber salido mal; el qué, ella lo ignoraba, daba igual en ese momento. Luchó por llegar hasta la superficie, pero fútilmente. Sus brazos -sus desvalidas extremidades humanas- se debatían en un desesperado intento de impulsarse hacia el aire que otrora tanto la había fascinado, hacia el mundo que desdeñaba y aborrecía. Se estaba extinguiendo. El mar que tanto amaba la arrastraba ahora hacia las profundidades del abismo, donde habría de permanecer por décadas, centurias, eones quizá. 
-He... vuelto... a casa... - pensó con dificultad mientras se hundía. El sol ahora brillaba con fuerza en el oeste. Podía ver su resplandor dorado a través del agua helada, iluminando su pronto cadáver a medida que caía, caía, caía, hasta que su esqueleto, por siempre humano, se confundiera con la arena del fondo abisal.